Un hombre de rancho, de esos que pasan ochenta años en el mismo lugar. Las manos toscas, negras y pesadas. Una mirada arrugada, encandilada. Se acercó al Sol y le habló.
¡Oye tú! Dame la fuerza que te llevaste de mí poco a poco. Cada mañana me robaste un suspiro cuando me encontrabas trabajando antes que tú. ¿Fue acaso envidia? O te sentías abrumado por mi madrugar.
¡Soy como tú! Somos los dos unos luchadores. Lástima que a mí la vida se me acaba. Ahora tú calientas mis brazos, esos que lo mismo rompían leña o sancochaban lechuguilla.
Recuéstame entonces en la arcilla y cierra mis ojos. Canta despedidas, que el espacio se me achica. Sóplame polvo caliente, ese que mis pies levantaban por el llano. Nunca imaginé que se estuviera acumulando para caerme encima.
Soy como tú pero a mi, la vida se me acaba.
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