Un hombre encontró una mujer, le habló y ella escuchó. No fueron palabras comunes, fueron palabras que iban ligadas unas con otras.
Los oídos de la mujer fueron como embudos hacia su interior, todas las palabras entraron una a una. Cada palabra que caía en la boca del embudo, tomaba una espiral que la llevaba al centro, directo a donde las palabras en una mujer se guardan para siempre.
Un lugar en su interior, donde las palabras no solo llegan y caen amontonadas, no. Es un lugar donde las palabras que entran sirven de molde para, con material nuevo, reescribirse y quedar indelebles.
Cuando el hombre terminó de hablar, la mujer tenía lágrimas, muchas de ellas. Tenía palabras grabadas, muchas de ellas. Y tenía también, golpes, muchos de ellos.
Deja una respuesta