Un gallo se levantó temprano, sus plumas peinó y su cresta paró. Tomó un poco de agua con el pico, hizo gárgaras para lavar y afinar garganta. Se miró al espejo y observó su imagen, era la de un ave apuesto, fresco, elegalante, arrogante, gallardo, jóven, impetuoso, esbelto, culto, de finas facciones, de carácter recio, decidido, aventado, era un gallo de esos que ya no se fabrican. Un gallo de una sola pieza.
El sol aún dormía pero amenazaba con un pequeño tono dorado en el horizonte que centelleaba como un listón escurrido por todo el borde de lo que se alcanzaba a ver. Era aquella una mañana fria, con el viento corriendo como llevando prisa por arrastrar el polvo de toda la llanura. Las estrellas aún se defendían por seguirse mostrando en el lienzo del cielo y titilaban coquetas. Unas por aquí y otras por alla.
El gallo aventó la puerta del gallinero de una alazo, una pluma salió volando. Tomo fuerza para colocarse en el punto más alto, en el palo más estirado de todos. Un lugar desde donde su canto pudiera escucharse por todos lados, por cada rincón y cada espacio entre las tablas, los barrotes, las paredes, los cuartos, túneles de rata y recovecos de los pollos.
Tomó aire llenando su pechuga de fuerza de amanecer, estiró el pescuezo, abrió el pico y lanzó un canto de gallo como ninguno. Su tono era firme, su timbre brillante, el volumen excelso, el brivato, la cadencia y la fuerza eran incomparables.
Las gallinas despertaron entonces a los pollos, las ratas corrieron a esconderse, el sol asomó brillante rostro en la montaña, el día comenzó.
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